¿De
verdad estamos tan rotos? ¿De verdad no hay un sorbo de café, mezcal o té que nos devuelva una risa titilante en
el autobús, la calle o la cornisa?
Dice
Ben Clark:
"Todas las divisiones son mentira salvo
la que divide los cuerpos en dos grupos incomprensibles entre sí. Aquellos que
se ha roto y los que no."
Pero señor Clark, si acaso supiera del tercer
mundo, se daría cuenta que todos estamos de algún modo rotos y su división se
ha quedado poéticamente corta. Existimos los que, aún rotos, somos extensos y
compasivos y llevamos el corazón a todas partes colgado en nuestro hombro izquierdo, o los otros, que ignoran la herida propia y ajena y llevan el corazón empuñado en la mano temblorosa para que nadie note que escurre su sangre desde adentro.
Insiste
el señor Clark:
“Los rotos no pedimos demasiado:
que se nos quiera, sí,
que los que no han vivido la fractura
tengan paciencia
si mascullamos viendo las noticias
o hacemos el amor
con un poco de miedo”.
Imagine
usted señor Clark, ahora los rotos pedimos el amor sin el amor y elegimos azarosamente
la noticia menos trágica o la más corta. No es por mezquindad o miseria, pero
preferimos ver a través del cristal cibernético, el espacio simulado de
la felicidad de los otros, intentando alcanzar, sin mucho esfuerzo, cualquier fotografía
hermosa que nos haga olvidar el espeso dolor que nos invalida.
"Entenderás, entonces, ciertas cosas.
Por qué en casa las tazas no se tiran y por qué a veces quiero estar solo
después de que suene un portazo".
Entiendo
la soledad después del portazo y comprendo las tazas rotas o el sonidos de los cristales
estrellándose en el piso, pero insisto, señor Clark, los rotos también nos
mojamos bajo los rayos de la luna, escribimos prolíficos poemas para nulos
lectores y jugamos en los charcos después de la tormenta. Estamos rotos, pero
como dice Rilke, tratamos cada día que ningún sentimiento sea definitivo.
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